sábado, 27 de diciembre de 2008

El Ateneo


A media tarde, rondando ya los treinta grados, partí rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era -y aún es- uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra ascendía desde un patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura donde invenciones como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban anacronismos futuristas.

[...]

Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y el sueño.

Entre luces y sombras


Las calles aún languidecían entre nieblas y serenos cuando saliamos al portal.
Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul.

El Cementerio de los Libros Olvidados


Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
-Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie -advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
-¿Ni siquiera a mamá? -inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
-Claro que sí -respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.