viernes, 7 de agosto de 2009

Y de pronto la lluvia...



Un manto de nubes chispeando electricidad cabalgaba desde el mar. Hubiera echado a correr para guarecerme del aguacero que se avecinaba, pero las palabras de aquel individuo empezaban a hacer su efecto. Me temblaban las manos y las ideas. Alcé la vista y vi el temporal derramarse como manchas de sangre negra entre las nubes...

Intenté apretar el paso, pero la inquietud me carcomía por dentro y caminaba perseguido por el aguacero con pies y piernas de plomo.
Un trueno descargó cerca, rugiendo como un dragón enfilando la bocana del puerto, y sentí el suelo temblar bajo mis pies.

Penumbras



Cuando llegué a la calle todavía llevaba su rostro, su voz y su olor clavados en el alma.
Al enfilar la calle Canuda me embistió una brisa helada que cortaba el bullicio. Agradecí el aire frio en el rostro y me encaminé hacia la Universidad. Al cruzar las Ramblas me abrí paso hasta la calle Tallers y me perdí en su angosto cañón de penumbras, pensando que había quedado atrapado en aquel comedor oscuro en el que imaginaba a Núria Monfort sentada a solas en la sombra, con los ojos envenenados de lágrimas.

martes, 10 de febrero de 2009

El tranvía azul


El tranvía azul reptaba perezosamente entre neblinas. Corrí tras él y conseguí auparme en la plataforma trasera bajo la mirada severa del revisor. La cabina de madera estaba casi vacía.
[...]

El tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas.
Al acercarse a la esquina de Román Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de censura.
-Venga listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí.

El claustrto


El eco de mis pasos me acompañó a través de los corredores y galerías que conducían al claustro, donde el rubor de dos luces amarillentas apenas inquietaban la penumbra. Me asaltó la idea de que Bea me había tomado el pelo y me había citado allí a aquella hora de nadie para vengarse de mi presunción. Las hojas de los naranjos del claustro parpadeaban como lágrimas de plata y el rumor de la fuente serpenteaba entre los arcos. Ausculté el patio con la mirada barajando decepción y, quizá, cierto alivio cobarde. Allí estaba. Su silueta se recortaba frente a la fuente, sentada en uno de los bancos con la mirada escalando las bóvedas del claustro.
[...]

Permanecio sentada, muy erguida, con las rodillas apretadas y las manos recogidas sobre el regazo. Me pregunté cómo era posible sentir a alguien tan lejos y, sin embargo, poder leer cada pliegue de sus labios.

viernes, 23 de enero de 2009

El alma del Gótico


Barría las calles una brisa fría y cortante que sembraba a su paso pinceladas de vapor. Un sol acerado arrancaba ecos de cobre al horizonte de tejados y campanarios del barrio gótico. Faltaban todavía varias horas para mi cita con Bea en el claustro de la Universidad y decidí tentar a la suerte y acercarme a visitar a Núria Monfort...

La plaza de Sant Felip Neri es apenas un respiradero en el laberinto de calles que traman el barrio gótico. Los impactos del fuego de ametralladora en los días de la guerra salpicaban los muros de la iglesia. Aquella mañana, un grupo de chiquillos jugaba a soldados, ajenos a la memoria de las piedras.

miércoles, 7 de enero de 2009

En la ciudad dormida


Los minutos y las horas se deslizaron como un espejismo. Horas más tarde, atrapada en el relato, apenas advertí las campanadas de medianoche en la catedral repiqueteando a lo lejos.
Página a página, me dejé envolver por el sortilegio de la historia y su mundo hasta que el aliento del amanecer acarició mi ventana y mis ojos cansados se deslizaron por la última página. Me tendí en la penumbra azulada del alba con el libro sobre el pecho y escuché el rumor de la ciudad dormida goteando sobre los tejados salpicados de púrpura.

sábado, 27 de diciembre de 2008

El Ateneo


A media tarde, rondando ya los treinta grados, partí rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era -y aún es- uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra ascendía desde un patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura donde invenciones como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban anacronismos futuristas.

[...]

Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y el sueño.

Entre luces y sombras


Las calles aún languidecían entre nieblas y serenos cuando saliamos al portal.
Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul.

El Cementerio de los Libros Olvidados


Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
-Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie -advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
-¿Ni siquiera a mamá? -inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
-Claro que sí -respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.